El español y el norteamericano sobresalieron por sus lecturas sociopolíticas en un primer tramo de Sónar en el que también destacaron John Grant, James Blake o la charla de Brian Eno
El relato del futuro, caso de haberlo, corresponde a los artistas que no entienden de ataduras, estereotipos ni corsés. Nadie mejor que ellos para escenificar la capacidad del Sónar no solo como un imponente cónclave de lo lúdico (de otra forma no podría congregar a más de 60.000 personas diarias en su programación nocturna), sino también su rol de permanente vivero para que la música de vanguardia expida su pertinente reflejo de tiempos tan complejos e inquietantes como los que nos toca vivir. Aunque lo de certamen de “música avanzada y arte multimedia” fuera sustituido hace un tiempo por “música, creatividad y tecnología”, reclamo algo más genérico. El festival, ya de por sí modélico por su irreprochable envoltorio, su atinadísimo pulso organizativo y su inmejorable aprovechamiento de infraestructuras ya existentes (en la actualidad, los recintos de Fira Montjuïc y Fira Gran Via L’Hospitalet), avivó con Niño de Elche y con Anohni el latente debate sobre la forma en la que los músicos pueden, si no cambiar el curso de la realidad (una quimera), sí al menos proclamar desde postulados creativos la urgencia de soluciones a un mundo perdido en su sinsentido, que un día se levanta con una masacre en un club gay y prácticamente al siguiente desayuna con una discreta profesional de la política asesinada en plena calle. Porque en el Sónar se puede, o más bien (casi) se debe bailar. Pero también incentivar vivamente la reflexión, como lo prueba la programación que desde hace unos años se desarrolla en Sónar+D, dentro de la cual el insigne músico Brian Eno -precursor de tantos sonidos que dieron forma a la segunda mitad del siglo XX- despachó una sustanciosa charla para ir abriendo boca a su parroquia, a primera hora del jueves.
En cualquier caso, fueron Niño de Elche y Anohni quienes acapararon más titulares en el primer tramo de la cita. Y lo hicieron gracias a dos formas muy distintas de filtrar la denuncia a través de sus canciones. El primero lo expuso de forma descarnada, el segundo de un modo más estilizado. Cada uno con sus armas. Tal y como corresponde a sus respectivas hechuras, las de dos artistas que participan de cierto desarraigo, tanto del geográfico (ambos viven fuera de su lugar de origen) como del estilístico, cifrado en abierto desdén por cualquier ortodoxia.
Anohni, la artista antes conocida como Antony Hegarty antes de su cambio de género, nos tuvo en vilo durante 27 interminables minutos que sustanciaron un inquietante retraso a su set, durante el que Naomi Campbell (protagonista del videoclip de “Drone Bomb Me”, uno de sus singles) comparecía contoneándose en pantalla en un loop interminable, algo así como el teaser más largo de la historia. Luego, ya en escena, secundada por sus secuaces Ross Birchard (Hudson Mohawke) y Daniel Lopatin (Oneohtrix Point Never) y con la cara absolutamente oculta tras una especie de burka, ofreció una lectura sombría, torva y muy milimetrada de las excelencias de Hopelessness (2016), el fabuloso álbum en el que ha mutado en crisálida electrónica hurgando en la llaga de flagrantes desmanes, como la utilización de drones como método de exterminio, el enquistamiento de Guantánamo, la pena de muerte, la violencia sexista o la veloz carrera de la humanidad por cargarse el poco equilibrio ecológico sobre el que aún descansa.
La traducción se saldó con eficiencia pero cierta frialdad: el amplio elenco de mujeres prácticamente anónimas cuyos primeros planos le daban la réplica, recitando todas y cada una de sus letras a través de las pantallas, exudó una dramatización de su discurso que rebosaba humanidad. Pero era precisamente esa humanidad la que se echaba en falta sobre el escenario, con Anohni deambulando sobre el estrado totalmente envuelta en una tela negra, como un espectro andante, sin contrapesar el inevitable estatismo de sus dos compañeros y primando un esteticismo ciertamente conceptual, que al final solo empatiza con los ya iniciados y difícilmente acerca al neófito a su doliente mensaje. Una puesta en escena inicialmente impactante pero milimetradamente aferrada al contenido de sus canciones, convirtiendo esa suerte de esquivo -pero fascinante- soul digital que ha bruñido (y lo de soul, si nos atenemos a que la mayoría de rostros exhibidos en pantalla eran de color, resulta aún más pertinente) en una exposición de motivos de indudable belleza, pero algo inanimada. Su concierto, por cierto, nos privó de ver a Jean Michel Jarre, porque coincidían en el tiempo y había que escoger entre uno de los dos.
Lo de Niño de Elche con Los Voluble, unas horas antes y en el auditorio del Sónar de Día, compartía un propósito similar. Aunque fuera otro cantar, y nunca mejor dicho. El particular cante jondo del ilicitano (afincado en Sevilla) evoca los mantras del paquistaní Nusrat Fateh Ali Khan, se sirve de jadeos y onomatopeyas, y se pasa -en resumen- la tradición del flamenco por el forro, con una dicción de absoluto vuelo libre. Aunque el principal valor añadido de su apabullante concierto fue el de recrear -también valiéndose de proyecciones, en este caso de una crudeza reveladora- el sangrante drama de la inmigración, ese quiste que amenaza con conducir Europa a la necrosis, mostrado con imágenes de pateras, turistas tomando el sol junto a cuerpos que llegan inertes a la playa o la alambrada fronteriza que separa Marruecos de España. Con una zanfona casi enfermiza y las programaciones de los otros tres miembros de Los Voluble como sostén, Francisco Contreras refrendó su inclasificable trazo escénico, en algún punto entre los arrebatos ruidistas, el ambient, la música electroacústica, la electrónica de desguace e incluso la incitación al trance de una recta final que enfiló haciendo bandera de la libertad para que cada cual viva su sexualidad como le venga en gana. Tremendo, en una palabra.
También sabe un rato de libertad sexual John Grant, quien lleva un par de trabajos mostrándose tal cual e incrementando la cuota bailable y rugosamente eléctrica de su propuesta, que antes moraba casi por completo por los caminos de la torch song al piano. Solo se sentó ante él en tres o cuatro ocasiones: no en vano había advertido, en su solvente castellano y haciendo gala de un look que ni por asomo hubiera aprobado el test del dress code del Sónar de Día (un pantalón de deporte y una vulgar camiseta negra), que de lo que se trataba era de “mover el culo juntos”. A fe que dio buenos argumentos para ello, contoneándose desatado en canciones como “Snug Slacks” o “Dissapointing”. Fue el suyo un estupendo concierto. Como el de James Blake, quien tuvo más dificultades para amoldarse a su entorno porque el enorme hangar que es el escenario principal del Sónar de Noche sobredimensionaba los graves y amenazaba con diluir el minucioso encanto de su r’ n’b digital. En formato de trío, el británico se fue sobreponiendo y reforzó la impronta rítmica de su concierto de forma progresiva, sin por ello desterrar la sutileza. Así que sin ser el mejor concierto que le hemos visto, sí podemos decir que cumplió con las expectativas.
Rebuscando entre la zona noble de su cartel, reparando en nombres que no gozan de un poder de convocatoria mayoritario pero siempre aportan el jugo sin el que festivales como este no tendrían su razón de ser, cabe recordar el efervescente concierto que ofreció Santigold a cielo abierto, en el Sonar Village. Deparó sentido del espectáculo, desgranando en compañía de dos incansables bailarinas una forma gomosa de destilar pop, hip hop y r’n’b, en un set rebosante de ebullición que sirvió también para aligerar la gravedad de otras actuaciones del mismo día. Algo muy parecido a lo que se pudo colegir de la refrescante actuación del británico Roots Manuva muy cerca, en el Sonar Hall, apoyado en una crew con la que hizo gala de su permeable forma de transmitir la herencia hip hop, rehuyendo cualquier monolitismo gracias a dosis medidas de funk, dancehall o dub.
En nuestra próxima entrega abordaremos lo más destacable de la jornada del sábado, la última del Sónar 2016, en la que New Order, Laurent Garnier, Fatboy Slim, Skepta u Oneohtrix Point Never se presentaban como algunos de sus más potentes reclamos.
Foto de portada: Leaf Hopper
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